Inquieta, sumaba y restaba monedas una y otra vez, al tiempo que la desesperación oscurecía sus ojos minuto a minuto acercándole al despunte del alba. Estando a punto de claudicar, encontró el error en las matemáticas que había arrebatado dulces horas de sueño placentero y, gozosa, escribió con satisfacción soñolienta al final de las cuentas:
"Ahora puedo dormir tranquila porque sé que no me falta dinero sino cerebro."
(A final de quincena yo también padezco del mismo mal).
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