Hace poco platicaba con una persona querida de una delicada situación por la que estaba pasando. Aunque al principio nuestra conversación era de tonos tristes, al final estábamos bromeando y levantando el ánimo.
Después de nuestra conversación y al reflexionar a solas de lo que platicamos, recordé este cuento que Jorge Bucay puso en "El camino de las lágrimas". Hoy pensé en transcribirlo junto con la explicación previa que Bucay da al cuento.
Y a ti mi amada amiga, si decides soltar tu cuerda, sabes que cuentas conmigo.
Después de nuestra conversación y al reflexionar a solas de lo que platicamos, recordé este cuento que Jorge Bucay puso en "El camino de las lágrimas". Hoy pensé en transcribirlo junto con la explicación previa que Bucay da al cuento.
Y a ti mi amada amiga, si decides soltar tu cuerda, sabes que cuentas conmigo.
... Creo que la solución es estar comprometidamente mientras dure, y salirte comprometidamente cuando se terminó. Comprometidamente analizar, detectar y evaluar si esto que tengo es lo que tengo o es el cadaver de aquello que tuve. Y si es el cadaver asumir el compromiso de deshacerme de él.
No estoy para nada de acuerdo con la falta de compromiso. Lo que pasa sa es que creo que compromiso no quiere decir apego, quiere decir poner toda mi energía al servicio de esto que está pasando, y también en función de separarme de lo que se terminó.
Me gustaría contarte un cuento:
Había una vez un hombre que estaba escalando una montaña. Estaba haciendo un ascenso bastante complicado, una montaña en un lugar donde se había producido una intensa nevada.
Él había estado en un refugio esa noche y a la mañana siguiente la nieve había cubierto toda la montaña, lo cual hacía muy difícil la escalada. Pero no había querido volverse atrás, así que de todas maneras, con su propio esfuerzo y su coraje, siguió trepando y trepando, escalando por esta empinada montaña. Hasta que en un momento determinado, quizá por un mal cálculo, quizá porque la situación era verdaderamente difícil, puso el pico de la estaca para sostener su cuerda de seguridad y se soltó el enganche. El alpinista se desmoronó, empezó a caer a pico por la montaña golpeándose salvajemente contra las piedras en medio de una cascada de nieve.
Toda su vida pasó por su cabeza y cuando cerró los ojos esperando lo peor, sintió que una soga le pegaba en la cara. Sin llegar a pensar, de un manotazo instintivo se aferró a esa soga. Quizá la soga se había quedado colgada de alguna amarra... Si así fuera, podría ser que aguantara el chicotazo y detuviera su caída.
Miró hacia arriba pero todo era la ventisca y la nieve que caían sobre él. Cada segundo parecía un siglo en ese descenso acelerado e interminable. De repente la cuerda pegó el tirón y resistió. El alpinista no podía ver nada pero sabía que por el momento se había salvado. La nieve caía intensamente y él estaba allí, como clavado a su soga, con muchísimo frío, pero colgado de ese pedazo de lino que había impedido que muriera estrellado contra el fondo de la hondonada entre las montañas.
Trató de mirar a su alrededor pero no había caso, no se veía nada. Gritó dos o tres veces, pero se dió cuenta que nadie podía escucharlo. Su posibilidad de salvarse era infinitamente remota; aunque notaran su ausencia nadie podría subir a buscarlo antes de que pasara la nevisca y, aún en ese momento, no podían saber que el alpinista estaba colgado de algún lugar del barranco.
Pensó que si no hacía algo pronto, este sería el fin de su vida.
Pero ¿qué hacer?
Pensó en escalar la cuerda hacia arriba para tratar de llegar al refugio, pero inmediatamente se dió cuenta de que eso era imposible. De pronto escuchó la voz. Una voz que venía desde su interior que le decía "suéltate". Quizá era la voz de Dios, quizá la voz de su sabiduría interna, quizá la de algún espíritu maligno, quizá una alucinación... y sintió que la voz insistía "suéltate... suéltate".
Pensó que soltarse significaba morirse en ese momento. Era la forma de parar el martirio. Pensó en la tentación de elegir la muerte para dejar de sufrir. Y como respuesta a la voz se aferró más fuerte todavía. Y la voz insistía "suéltate", "no sufras más", "es inútil este dolor, suéltate". Y una vez más él se impuso aferrarse más fuerte aún mientras conscientemente se decía que ninguna voz lo iba a convencer de soltar lo que, sin lugar a dudas, le había salvado la vida. La lucha siguió durante horas pero el alpinista se mantuvo aferrado a lo que pensaba que era su única oportunidad.
Cuenta esta leyenda que a la mañana siguiente la patrulla de búsqueda y salvamento encontró al escalador casi muerto. Le quedaba apenas un hilito de vida. Algunos minutos más y el alpinista hubiera muerto colgado, paradójicamente aferrado a su soga... a menos de un metro del suelo.
Y yo digo, a veces no soltar es la muerte.
A veces la vida está relacionada con soltar lo que alguna vez nos salvó.
Soltar las cosas a las cuales nos aferramos intensamente creyendo que tenerlas es lo que nos va a seguir salvando de la caída.
Todos tenemos una tendencia a aferrarnos a las ideas, a las personas y a las vivencias. Nos aferramos a los vínculos, a los espacios físicos, a los lugares conocidos, con la certeza de que esto es lo único que nos puede salvar. Creemos en lo "malo conocido" como aconseja el dicho popular.
Y aunque intuitivamente nos damos cuenta de que aferrarnos a esto significará la muerte, seguimos anclados a lo que ya no sirve, a lo que ya no está, temblando por nuestras fantaseadas consecuencias de soltarlo.
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